Un entrenador que no se rinde


En el barrio en el que crecí, todos los muchachos, niños y niñas, nos juntábamos en la cancha que estaba frente a mi casa a jugar béisbol. Yo, de seis años, era muy pequeña y como era obvio, no me elegían para jugar sino que tenía el puesto de “mantequilla” y me tocaba esperar en la banca; eso era algo de todos los días. Pero yo deseaba jugar con todas mis fuerzas; yo sabía que era muy rápida y tenía una muy buena carrera, pero ellos no lo sabían, así que, durante el juego, le pedía a Dios todos los días que sucediera algo para que pudieran ver el potencial que tenía, se maravillaran y quisieran tenerme en sus equipos.

Un día, como todos los demás días, yo me encontraba sentada en la banca, y estaban todos en sus puestos. El pitcher lanzó la pelota y el bateador la golpeó muy fuerte. Ésta se dirigió justo hacia donde yo me encontraba, a lo que atiné a sacar mi mano izquierda y la atrapé sin inmutarme y de una sola. Hasta ahora recuerdo claramente sus caras llenas de asombro! En ese momento escuché todo tipo de comentarios sin pudieran creer lo que acababan de apreciar sus ojos. Dios había escuchado mis plegarias y había llamado la atención de los chicos. Así que, como era de esperarse, pensaron maravillas de mí, me reclamaron en los equipos y terminé dentro del juego. Y como se imaginarán yo no podía más de mi emoción, era mi oportunidad de demostrar cómo podía jugar.




Ya dentro de la cancha, me tocó el turno de batear. Cuando me entregaron el bate, no tenía idea de lo pesado que era. Estaba en la base, me lanzaron la primera bola, Strike uno. La segunda, Strike dos, y por último la tercera, Strike tres, y pues, quedé fuera del juego. No tuve la oportunidad de correr, porque no pude lanzar. Justo en ese instante, todo ese momento de gloria se terminó. Ellos recordaron por qué en primera instancia, yo era “mantequilla”: Era muy pequeña para jugar y se equivocaron al poner sus esperanzas en mí. 


Todas nuestras experiencias en la vida, nos traen aprendizaje. Estamos hechos para entender que existe una causa-efecto. El ser humano aprenderá en base a esas experiencias y sabrá qué esperar ante una situación igual o similar. Por lo tanto, estas experiencias hacen que uno atribuya el mismo comportamiento en las personas ante una situación ya vivida y además establecerá defensas en respuesta a dichas situaciones. 


Dicho ésto, en esa situación que viviste dentro de tu familia, en la escuela, o en tu matrimonio, esperarás que Dios responda con ese mismo comportamiento con el que procedieron contigo. Pero con Dios no funciona así. Dios llamó a Abraham para que dejara su tierra y parentela porque lo había llamado a ser Padre de multitudes. Dios ya sabía que Abraham tendría dudas por la tardanza en tener el hijo de la promesa; sabía que tendría un hijo con la esclava y que éste tendría una descendencia que traería muchos problemas al pueblo de Israel. Sabía que no dejaría a su parentela como se lo mandó sino que llevaría consigo a Lot y que tal hecho traería en consecuencia peleas y discordia entre ellos. Es decir, Dios sabía que Abraham cometería muchos errores, pero aún así no lo desecharía sino que Él le había hecho una promesa, sabía cuál era su destino y “no lo sacaría del juego” a la primera falla que tuviera. Sino que le permitiría fallar porque sabe Dios que esas fallas, lo estaban preparando para ser el Padre de la Fe. Y Dios cumplió su promesa.


Cuántas veces pensaos que Dios nos desechará por haberle fallado, que ya no nos usará como nos lo ha prometido. Cuántas veces pensamos que al haberle fallado, Él nos dejará. Quizás eso haríamos nosotros con personas a quienes encomendamos una tarea y vemos que no cumple con nuestras expectativas, nos rendimos con él, e inmediatamente estamos buscando otra persona para reemplazarlo. Pero Dios no es así. Dios tiene esperanzas en nosotros. Dios cree en nosotros y apuesta por nosotros. Él no nos deshecha porque Él cumple sus promesas y conoce nuestro corazón. Dios es un Dios de pactos. Si estás leyendo este mensaje debes agradecerle porque Dios es bueno y nos ama de una manera que no esperamos, ni merecemos. 


Y así como Dios es con nosotros, Él espera que nosotros seamos con los demás. Si de verdad eres hijo de Dios, debes ser como Él es. No deseches a las personas que Dios pone en tu camino. Entrénalo, permítele fallar y enséñale. Dale confianza. Pide sabiduría a Dios para que te permita ver dónde están sus fortalezas y úsalas. Conviértete en un buen coach y entonces serás un hijo que se parece a su Padre. No lo saques del juego, entrénalo hasta que haga un “Homerun”.






Comentarios

  1. Excelente Katita, no hay duda q eres una Elegida por Dios para enseñarnos el camino en la tierra
    Estoy muy orgullosa de ser tu madre politica!!

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